jueves, 28 de enero de 2010

El arduo camino a la libertad

Liberté, égalité, fraternité. A tres siglos de la proclama mundial de estas consignas revolucionarias algo cambió definitivamente en las relaciones humanas occidentales, murió el feudalismo, desapareció la aristocracia (y los abusos de sus herederos), comenzaron a perder legitimidad prácticas como el mayorazgo y la exclavitud dejó de legitimarse por la mayoría de los pueblos de Europa y América, hasta que a fines del siglo XIX ya estuvo completamente erradicada.

No obstante la Revolución Francesa fue extremadamente necesaria para la evolución del hombre, no tardó en mostrar sus vicios como bien documenta Anatole France en su clásico Los Dioses tienen sed, se institucionalizó la revolución al punto de caer en la corrupción y en la paranoia extrema, un paso más adelante toda Francia se convirtió en el campo de batalla de una guerra civil entre ilustrados y los defensores del viejo orden, y no tardó Europa en ser arrastrada a décadas de lucha, atropello a los derechos del hombre y violencia extrema en un clima de inestabilidad en que se respiró la muerte hasta bien avanzado el siglo XX, años de las guerras más catastróficas que arrasaron al mundo y en especial a Europa.

La revolución en el siglo XX, tomó varios matices: nacionalista (facismo, nazismo, franquismo, doctrina de seguridad nacional, arabismo, panturianismo, etcétera), socialista (comunismo soviético, sublevación obrera en todo el mundo, revoluciones africanas y cubanas), y hasta religiosa con la emblemática revolución iraní de 1979. Todas estas revoluciones trataron de concretar la misma inspiración ilustrada: libertad, igualdad y fraternidad, evidentemente ninguna tenía el más mínimo matiz de aquello.

La única revolución posíble en pro de la igualdad, fraternidad, justicia y desde luego libetad se llama democracia, no es una revolución armada, ni impuesta; es el máximo estadio del pensamiento liberal al punto que nunca existió una democracia perfecta, la democracia se va perfeccionando (es progresista) y evoluciona al ritmo que evoluciona el hombre. Democracia es tolerancia y respeto por la individualidad, emplea el diálogo y asume a la sociedad como ente heterogéneo y hasta aquí la igualdad puede ser mal entendida. La igualdad extrema no es un fin de la democracia, lo es en cambio de las dictaduras (de todos los colores y direcciones) que pretenden convertir a la sociedad en el pueblo obediente e ignorante, que sigue al caudillo y confía el destino de sus vidas en manos de quien podría hacer y deshacer con dichas voluntades.

La fraternidad es corolario de la libertad, a la igualdad en cambio debiera ponérsele ciertas restricciones, porque extremándola muere la libertad, con menos libertad no existe democracia, y sino existe democracia, la voluntad del hombre hacia su medio se ve limitada y con ello hasta la propia vida pierde sentido. El hombre es un creador, un artista de vida y un artista vive escapando de aquella inquebrantable prisión de acero en que puede llegar a convertirse la sociedad en terminos dickianos.
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Tanto en la filosofía como en la teoría política existen ciertos autores cuya visión de la igualdad provoca bastante reticencia en quienes creemos y defendemos ante todo en la libetad. Isaiah Berlín por ejemplo habla de las "mentiras piadosas", recrea a Maquiavello y Platón desde un punto de vista muy personal y supone que la democracia es peligrosa para los seres humanos más virtuosos, aquellos que en la óptica de Platón representan a los filósofos, quienes piensan a la sociedad y hasta la regulan. Para autores como Berlín la democracia es entregar a las masas (ignorantes y de vida facilista) más poder y atribuciones de las que merecen, porque esas atribuciones van en desmedro o son restadas a la clase virtuosa, quienes como una religión fundamentalista tendrían la autoridad moral de dirigir a la sociedad y la dirección de la sociedad, para autores como Berlín supone mano dura, supresión republicana y desde luego imposición. De más está si quiera comentar que aquel es el tipo de autores a los que no sólo se lee con reticencia, no es raro que produzcan hasta un cierto desprecio.

Pero no sólo escritores como Berlín y su conservadurismo platónico llevado al extremo provocan dolores de estómago en los amantes de la libertad, hay autores liberales que también los provocan. Una de ellas es Ayn Rand, para Rand y los randianos u objetivistas la igualdad es el peligro básico de la libertad, en su visión el ser humano debe renunciar a esa finalidad social con el fin de alcanzar su propia evolución. Sería ilégitimo en tanto que inclúso un rico mermara parte de sus ingresos por efecto de impuestos en pro de la sociedad. Quienes tienen no deben renunciar a lo que ganaron, es el self-made man llevado al extremo: "vive de tu propio trabajo o muere de hambre", para la sociedades anglosajonas, estos son principios más asumidos.

Sabemos sin embargo que ni Rand, ni Berlín, ni mucho menos los viejos socialistas o colectivistas presentan razones que pesen más que otras para alcanzar el añorado "bienestar de la sociedad". El rico y hasta el pobre deben renunciar a parte de sus ingresos en sociedad, porque sin esos ingresos no se desarrollarían proyectos sociales: no existiría seguridad social (no habrían carceles, ni policías, ni hospitales y escuelas públicas para quienes no tienen los ingresos suficientes) y sin seguridad social ricos y pobres vivirían más inseguros, además no habría salud ni educación, pilares básicos de la vida cívica. Hasta el país más desarrollado quedaría amenazado de retornar a la vida feudal o de convertirse en una sociedad de estílo africano.

Si seguimos a Berlín, quedaríamos estancados una vez más en el feudalismo y las insurrecciones surgirían por doquier. La mano dura de las dictaduras no es considerada opción por nadie que tenga más de dos dedos de frente, ni siquiera para quienes viven del lado de la moneda de los poderosos. Y el socialismo, tal como lo entendió Marx, Engels, o más extremo aún: Mao, Castro, Lenin y Stalin no es tampoco ninguna monedita de oro. Supongo que el siglo XX ya quedó bien atrás con la caída del muro de Berlín y la congelación definitiva de la Guerra Fría, la lucha del nuevo milenio es congeniar los principios occidentales que hoy colisionan más que nunca en el mundo globalizado con los viejos órdenes fundamentalistas y las muchas tiranías que hasta el día de hoy persisten.

El camino a la libertad lo seguimos andando, algunos inclúso ya no lo asumismos como algo colectivo, sino como una gestión bastante más introspectiva, evolución personal a la manera de Siddharta o Demian (Herman Hesse) o de algún personaje autobiográfico de los libros de Henry Miller. ¿Y la igualdad?, cada sociedad sabe bien hasta donde le aprieta el zapato. Alcanzar la libertad personal, asumo, es desarrollar los mayores grados de tolerancia, tolerancia y fraternidad no sólo hacia quienes la vida puso en nuestro camino, también hacia el propio medio: el cuidado y la valoración del medio ambiente se convierten en prioridades fundamentales. Y por supuesto con tales virtudes asumidas, no hay quien pretenda ser ni mandador ni mandado (importando poco a que lado se cargó más la balanza de su existencia), sino persona, persona que hace respetar su espacio y respeta el de los demás, no pretende explotar ni inhumanizar al prójimo y deposita en la sociedad sus energías para volcarla en un orden más justo, cuya igualdad parta de la premisa de que cercanamente nadie esté desvalido de salud, techo, entornos seguros, buena educación y las más dignas condiciones de vida, de ahí en adelante que destaquen los que mejor aprovechen sus virtudes, y el resto que trabaje en ello.

sábado, 23 de enero de 2010

Defíname progresismo, por favor!

No es un misterio para nadie que el 2009 en Chile fue un aJustificar a ambos ladosño marcado por las presidenciales y que el discurso viciado y demagógico de los candidatos terminó "lateando" al chileno promedio, aburrido de las falsas promesas, de las cazerías de brujas, sonrrisistas falsas y de los lindos proyectos de toda una vida. En medio de todo ese clima propagandístico, alzamiento de manos y promesas de cambio (ja!) no tardaron en surgir los abanderados del "progresismo" y del "bienestar social", curiosamente todos los candidatos lo eran y todos se acusaban entre sí de no serlo.
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¿Pero qué es el progresismo?, ¿Qué es ese imán que tanto atrae la atención pública y del que nadie quiere verse despojado?. Curiosamente la palabra "progresismo", que suena tan vacía y manoseada en estos días hace referencia a la ontología liberal, difusa actualmente en la más amplia gama de partidos políticos chilenos, desde la derecha al socialismo (ambiguo, puesto que el liberalismo es anti-colectivista), pasando desde luego por el radicalismo.

Progresismo es asumir las transformaciones sociales y avanzar en dirección a ellas, pretendiendo fortalecerse de las mismas y no temer a los cambios que implican los nuevos tiempos, en especial en un mundo globalizado, donde estos son constantes e instantáneos. El referente de "bienestar social" para el progresismo no es el colectivo, sino el conjunto de individuos cuyos intereses y motivaciones son las llaves al futuro, los que jamás se cohiben ni limitan, sólo se potencian. El progresismo no uniformiza, no pretende educar a la sociedad en base a un ideal superior, ni llevar a cabo políticas (populistas) como entregar un millón de empleos mediocres, porque entiende que las personas no son conformistas y viven pensando en alcanzar un nivel superior de vida. Eso es progresismo.

Desafortunadamente, no existen muchos referentes progresistas en la política chilena, y en el discurso la palabra es llamativa, pero poco convincente. La UDI definitivamente no es progresista, como tampoco lo son el Partido Socialista, ni la Democracia Cristiana, ni otro puñado de partidos históricos. Progresista es un pequeño tercio de Renovación Nacional, y hacia la izquierda: una pequeña parte del Partido Por la Democracia (en su momento constituído también por ciertos liberales de tradición que el año 89 votaron por la opción NO) y algún que otro radical, pues ellos fueron los verdaderos progresistas chilenos en sus gobiernos de mediados del siglo XX.

Veinte años de la Concertación en el poder fueron parcialmente progresistas, y si Chile es un país bien posicionado en la región se lo debemos a la visión y el trabajo de políticos con esa idea en mente. Los últimos años del gobierno militar también tuvieron cierto matiz progresista, más allá de que fuera este una de las más extenuantes dictaduras del continente, pero transformar radicalmente un país estatista (y estancado) como era Chile hasta los años setenta, en un exitoso experimento neo-liberal, si bien no dejó de ser una apuesta arriesgada, fue desde luego una iniciativa tremendamente progresista, en miras al nuevo contexto global. De todas maneras, si llevamos el progresismo sólo a terreno económico, radica el peligro de que termine convirtiéndose en un arma de doble filo y es aquí donde insisto en marcar un alto y profundizar en el análisis..

Progresismo no consiste en repartir pan y circo al pueblo, mientras el empresariado se echa medio país al bolsillo. Privatizar y neoliberalizar aún más nuestro país ya no cabe en una lógica progresista, sino en una avanzada oligárquica sin frenos (típica de país subdesarrollado), una canallada para reasegurar a un reducido porcentaje de chilenos o lo que es peor a un pequeño puñado de familias o consorcios como los mayores accionistas del país. Que el falso progresismo no nos engañe: privatizar parte de las empresas nacionales por pequeño que sea el porcentaje, es entregar en bandeja el país a muy pocos que con poco pretenden dejar conforme a una sociedad entera. Agua, electricidad y cobre, en un país de economía fundamentalmente primaria, son recursos estratégicos y como tales debieran continuar en buena medida regulados por el Estado en representación de nuestra titularidad. Cierto es que pensar así no es ser fiel a la ontología liberal, pero apostar a lo contrario es ser criminal e inclúso estúpido puesto que en este país se enrriquecen cada día más unos pocos y el resto: cagaste te mandó saludos!.
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Un progresismo de nuevo orden considera además otras variables aún no tomadas demasiado en serio por nuestros gobiernos: ¿le suena a alguien la palabra crecimiento sustentable?. En los últimos veinte años los gobiernos de la Concertación movieron los hilos lo suficiente para asegurar estabilidad, seguridad y dignidad en las relaciones empleador-obrero, pero poco se centraron en la flexibilidad de la económica en pro de un fin que siempre debe proyectarse a mediano y largo plazo: el pleno empleo, y las falencias están a la vista: el desempleo en nuestro país en el último tiempo ha bordeado el 10%, en algunas regiones la situación es crítica, corolario inmediato de todo ello: incremento de la delincuencia y del narcotráfico. De todas maneras es más difícil ser objetivo en este punto, el pleno empleo puede que hasta suene a utopía, pero salarios dignos y buenas condiciones de trabajo, jamás debieran serlo. La otra gran deuda con el progresismo de nuevo orden y que no creo que sea saldada en el próximo gobierno es todo lo relativo al medio ambiente. Diez años más que dejen hacer y deshacer al empresariado con nuestros recursos naturales y minerales y Chile no tardará en convertirse en un desierto.
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Así es que ¿hasta cuando nos hablan de progresismo los políticos?. El progresismo con el que se llenan la boca era necesario hace 20 años, esa visión hoy día no corre. Ya una vez que se reapartan el chancho y del dicho al hecho, atrás dejen las promesas de campaña, propongo que dejemos a los políticos en su mundo, haciendo negocios políticos y que el verdadero progresismo, lo ejerzamos nosotros en desmedro de toda esa manga de buitres, zorros y lobos en piel de oveja, sean los que hace una semana perdieron el dominio de 20 años de poder o en su defecto, aquellos que por votación democrática se hicieron de la jugera para estrujar el país por los próximos cuatro años. CARROÑEROS todos.
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Termino con una cita:

"Quiero ser amenaza para los que se alzan contra los principios de
justicia y de derecho; quiero ser amenaza para todos aquellos que
permanecen ciegos, sordos y mudos ante las evoluciones del momento
histórico presente sin apreciar las exigencias actuales para la grandeza
de este país".
(Arturo Alessandri Palma, 25 de abril de 1920)
Eso es progresismo

domingo, 17 de enero de 2010

Tras 52 años, la derecha vuelve a La Moneda: Sebastián Piñera presidente 2010-2014

Terminaron al fín las elecciones, quedó atrás el proceso de un año entero de movimientos políticos, asquerosos "puerta a puerta" y las lógicas más inesperadas y hasta disparatadas: desde la fragmentación del centro político de la Concertación, pasando por el seudo levantamiento (mediático) de un candidato alternativo, populista, clientelista y "freaky", llamado Leonardo Farkas, hasta el surgimiento y rápida escalada del díscolo Marco Enrríquez, que hacia al final de esta elección, y tras asegurar su apoyo al candidato de la Concertación, demostró que su postura sediciosa frente al gobierno no fue más que una ruin "vendida de pomada".

Con el resultado del 51,16% (cifra aún no oficializada) pesando en la balanza eloctoral hacia el candidato de la Coalición por el Cambio, termina también la Transición política de Chile. Nadie duda a estas alturas que vivimos en un país absolutamente democrático, de una democracia sólida y no tan sólo nominal como otras realidades de nuestro endeble continente.

Este resultado, inesperado años atrás, nos demuestra que muchos ya no asocian a la derecha con la dictadura, dictadura que permítanme decirles fue reprochada en su momento por buena parte de la clase política derechista de nuestro país: destacando entre todos a los fervientes de Alessandri, y los liberales humanistas, que jamás digirieron aquel orden maquiavélico que para lograr la estabilidad del país en una era turbulenta, pasó por encima de los derechos civiles y la libertad de muchos. Como liberal que también soy, nunca estaré de acuerdo con quienes aún se cuadran en ese frente y creo que el triunfo del candidato Sebastián Piñera, no es el triunfo de toda la derecha (lo que incluye a los obsecados de antaño) sino ante todo de los liberales, los progresistas y la gente pro acuerdo nacional. Principios que comprometen fuertemente a un frente de centro-derecha que al fin tendrá posibilidad de demostrar su visión de progreso al país.

Luego de veinte largos años, la Concertación ha pasado finalmente la batuta a un nuevo colectivo, más ni yo ni nadie puede desconocer la larga lista de logros que prodigó al país a lo largo de cuatro gobiernos. Los de la Concertación fueron verdaderos gobiernos de unidad nacional, con políticas de acuerdo que cimentaron una fuerza transversal de centro-izquierda muy cohesionada que pudo unir en sus filas a social demócratas, radicales, socialistas de nuevo órden, democristianos, progresistas, tecnócratas, empresarios, políticos de visión y tradición y elementos jóvenes que se fueron sumando a cada gobierno. Pero la democracia exige cambios, exige alternancia, y si bien la Concertación tuvo cuatro grandes gobiernos, ya es momento de ejercer un cambio, cambio que más que el simple transmute de los políticos oficialistas a las filas de la oposición (y viceversa), será también una apertura de ventanas a la política nacional para que penetren en ella nuevos aires, sean erradicadas práxis poco ortodoxas de algunos servicios públicos, como de personeros oficialistas poco serios o comprometidos con la transparencia.

La alternancia hace bien al país, pero mejor le hace en un colectivo o coalición bien organizada, que logre suprimir sus diferencias y opere en bloque, en este sentido la Concertación hace unos cuantos años ya no era funcional y pese a lo mismo, la centro-derecha tampoco es la gran alternativa de cambio que sugieren sus slogans. Tenemos en ella fundamentalmente dos visiones históricamente discordantes: por una parte el liberalismo dogmático (en lo ideológico y en lo económico) representado por algunos sectores de Renovación Nacional, frente a una postura liberal en lo económico, pero muy mesurada en lo ideológico, representada por otros sectores del mismo partido y por la mayoría de la Unión Demócrata independiente, partido al que históricamente (desde su génesis: el Partido Nacional Conservador) ha sido acusado de empantanar el progreso de la política nacional conforme a las nuevas visiones de cada tiempo.

Pero la Coalición por el Cambio va más allá de lo que son las filas de Renovación Nacional y de la UDI, el pequeño pero significativo porcentaje que el día de hoy pesó para que Sebastián Piñera lograra desempatarse de Eduardo Frei Ruiz-Tagle, se debe a fuerzas políticas (principalmente de centro) conquistadas a la Concertación, parte de los desencantados ex concertacionistas que en primera vuelta votaron por MEO, más algunos ex demócratas cristianos, progresistas y liberales de centro-centro que desde finales de los noventa a la fecha se sintieron menos representados por la Concertación y se declararon independientes. Esa fuerza sumada hará que este nuevo gobierno sea efectivamente un gobierno de centro-derecha y atrás quede la monstruosa sombra de una derecha clientelista y hasta populista de principios y mediados del siglo pasado, escapando así mismo de los resabios de la dictadura, que como exacerbadora del nacionalismo, mano ejecutora de la censura y de la anti política, no representa a esta nueva fuerza: liberal, progresista y democrática actual, que recogerá además el legado, los éxitos y los legítimos triunfos sociales de las pasadas administraciones concertacionistas, que a su vez continuaron de la dictadura, su modelo económico que hizo célebre a Chile en la región, además de las primeras políticas de incersión hacia un mundo global e interdependiente.

Este es el Chile que queremos sí, pero no gracias al cambio de gobierno, sino a un cambio de visión nacional, de prosperidad y fortalecimiento de la democracia, de progreso material e intelectual que viene gestándose a lo largo de los últimos 25 o 30 años. La Concertación merece reconocimiento, el triunfo es en buena parte suyo, la oposición (de izquierda, derecha y al márgen) también es parte de este logro, un logro que se construye a diario y nos hace pensar en un futuro de país más prometedor, con mayor seguridad social, ampliación del espectro laboral y progreso individual. No es un trinfo de los políticos ni de las ideologías, es un triunfo de nuestra mentalidad: cada vez menos tercemundista, cada vez más abierta al mundo global, competitivo, multicultural y tolerante.

martes, 29 de diciembre de 2009

Todos somos liberales (Mario Vargas Llosa)

La palabra de moda en América Latina es liberal. Se la oye por todas partes, aplicada a los políticos y a las políticas más disímiles. Pasa con ella lo que, en los sesenta, con las palabra socialista y social, a las que todos los políticos y los intelectuales se arrimaban, pues, lejos de ellas, se sentían en la condición de dinosaurios ideológicos. El resultado fue que corno todos eran socialistas o, por lo menos, sociales —socialdemócratas, social cristianos, social progresistas— aquellas palabras se cargaron de imprecisión. Representaban tal mezcolanza de ideas, actitudes y porqués que dejaron de tener una significación precisa y se volvieron estereotipos que adornaban las solapas oportunistas de gentes y partidos empeñados en “no perder el tren de la historia” (según la metáfora ferrocarrilera de Trotsky).

Hoy se llama liberal a la política de Collor de Mello, que puso a la economía brasileña más trabas que púas tiene un puercoespín, y a la de Salinas de Gortari, que ha destrabado la de México, sí, pero preside un régimen seudodemocrático en el que el partido gobernante perfeccionó a tales extremos sus técnicas para perpetuarse en el poder que, por lo visto, ya ni siquiera necesita amañar las elecciones para ganarlas. Si creemos a los medios de comunicación, son liberales los gobiernos de Menem en Argentina y de Paz Zamora en Bolivia, el de Carlos Andrés Pérez en Venezuela y el de Violeta Chamorro en Nicaragua y así sucesivamente. Todos somos liberales, pues. Lo que equivale a nadie es liberal. Para algunos, liberal y liberalismo tienen una exclusiva connotación económica y se asocian a la idea del mercado y la competencia. Para otros es una manera educada de decir conservador, e incluso troglodita. Muchos no tienen la menor sospecha de lo que se trata, pero comprenden, eso sí, que son palabras de fogosa actualidad política, que hay, por tanto, que emplear (exactamente como en los cincuenta había que hablar de compromiso; en los sesenta, de alineación; en los setenta, de estructura, y en los ochenta de perestroika).

Si uno quiere ser entendido cada vez que emplea los vocablos liberal y liberalismo conviene que los acompañe de un predicado especificando qué pretende decir al decirlos. Ello es necesario para salir al fin del embrollo político-lingüístico en el que hemos vivido gran parte de nuestra vida independiente. Y porque América Latina tiene, una vez más, la posibilidad de enmendar el rumbo y —aunque ello suene a frase hecha— convertirse en un continente de países que prosperan porque han hecho suya la cultura de la libertad. Esto es ahora menos imposible que hace unos años, porque el rechazo a las dictaduras y al utopismo revolucionario ha echado raíces en amplios sectores, que ven en los regímenes civiles, la libertad de prensa y las elecciones, la mejor defensa contra los abusos a los derechos humanos, la censura, las desapariciones, el terrorismo revolucionario o del Estado, la simple preponderancia de quienes mandan y la mejor esperanza de bienestar.

Pero la democracia política no garantiza la prosperidad. Y cuando, como ocurre en la mayoría de los países latinoamericanos, coexiste con economías semiestatizadas, intervenidas por todas clases de controles, donde proliferan el rentismo, las prácticas monopólicas y el nacionalismo económico —esa versión mercantilista del capitalismo que es la única que han conocido nuestros pueblos— ella puede significar más pobreza, discriminación y atraso de los que trajeron las dictaduras, Para que, además de la libertad política que tenemos, nuestras flamantes democracias nos traigan también justicia y progreso —oportunidades para todos y gran movilidad social— necesitamos una reforma que reconstruya desde sus cimientos nuestras instituciones, nuestras ideas y nuestras costumbres. Una reforma no socialista, ni socialdemócrata, ni socialcristiana, sino liberal. Y la primera condición para que ello pueda ser realidad es tener claro qué aleja o aproxima a ésta, de aquellas opciones.

Las primeras lecciones de liberalismo yo las recibí de mi abuelita Carmen y mi tía abuela Elvira, con quienes pasé mi infancia. Cuando ellas decían de alguien que era un liberal, lo decían con un retintín de alarma y de admonición. Querían decir con ello que esa persona era demasiado flexible en cuestiones de religión y de moral, alguien que, por ejemplo encontraba lo más normal del mundo divorciarse y recasarse, leer las novelas de Vargas Vila y hasta declararse libre pensador. La suya era una versión más restringida, latinoamericana y decimonónica de lo que es un liberal. Porque los liberales del siglo XIX, en América Latina, fueron individuos y partidos que se enfrentaban a los llamados conservadores en nombre del laicismo. Combatían la religión de Estado y querían restringir el poder político y a veces económico de la Iglesia, en nombre de un abanico de mentores Ideológicos —desde Rosseau y Montesquieu hasta los jacobinos— y enarbolaban las banderas de la libertad de pensamiento y de creencia, de la cultura laica, contra el dogmatismo y el oscurantismo de la ortodoxia religiosa.

Hoy podemos damos cuenta que, en esa batalla de casi un siglo, tanto liberales como conservadores quedaron entrampados en un conflicto monotemático excéntrico a los grandes problemas: ser adversarios o defensores de la religión católica Así contribuyeron decisivamente a desnaturalizar las palabras, las doctrinas y valores implícitos a ellas con que vestía sus acciones políticas. En muchos casos excluido el tema de la religión, conservadores y liberales fueron índiferenciables en todo lo demás y, principalmente, en sus políticas económicas, la organización del Estado, la naturaleza de las instituciones y la centralización del poder (que ambos fortalecieron de manera sistemática siempre). Por eso, aunque en esas guerras interminables, en ciertos países ganaron los unos y en otros los otros, el resultado fue más o menos similar: un gran fracaso nacional. En Colombia, los conservadores derrotaron a los liberales. Y en Venezuela estos a aquellos y eso significó que la Iglesia católica ha tenido en este último país menos influencia política y social que en aquél. Pero en todo lo demás, el resultado no produjo mayores beneficios sociales ni económicos ni a unos ni a otros, cuyo atraso y empobrecimiento fueron muy semejantes (hasta la explotación del petróleo en Venezuela, claro está).

Y la razón de ello es que los liberales y conservadores latinoamericanos fueron ambos tenaces practicantes de esa versión arcaica —la oligárquica y mercantilista— del capitalismo, a la que, precisamente, la gran revolución liberal europea transformó de raíz. Al extremo de que, en muchos países, como el Perú, fueron los conservadores, no los liberales, quienes dieron las medidas de mayor apertura y libertad, en tanto que en la economía estos practicaron el intervencionismo y el estatismo.
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Lo cierto es que el pensamiento liberal estuvo siempre contra el dogma —contra todos los dogmas, incluido el dogmatismo de ciertos liberales— pero no contra la religión católica ni ninguna otra y que más bien la gran mayoría de filósofos y pensadores del liberalismo fueron y son creyentes y practicantes de alguna religión. Pero si se opusieron siempre a que, identificada con el Estado, la religión se volviera obligatoria: es decir, que se privara al ciudadano de aquello que para el liberalismo es el más preciado bien: la libre elección. Ella está en la raíz del pensamiento liberal, así como el individualismo, la defensa del Individuo singular de ese espacio autónomo de la persona para decidir sus actos y creencias que se llama soberanía, contra los abusos y vejámenes que pueda sufrir de parte de otros individuos o de parte del Estado, monstruo abstracto al que el liberalismo, premonitoriamente, desde el siglo XVIII señaló como el gran enemigo potencial de la libertad humana al que era imperioso limitar en todas sus Instancias para que no se convirtiera en un Moloch devorador de las energías y movimientos de cada ciudadano.

Si la preocupación respecto al dogmatismo religioso ha quedado anticuada desde una perspectiva latinoamericana, en la que un laicismo que no dice su nombre avanza a grandes zancadas desde hace décadas, la crítica del Estado grande como fuente de injusticia e ineficiencla de la doctrina liberal tiene en nuestros países vigencia dramática. Unos más, unos menos, todos padecen un gigantismo estatal del que han sido tan responsables nuestros llamados liberales como los conservadores. todos contribuyeron a hacerlo crecer, extendiendo sus funciones y atribuciones, cada vez que llegaban al gobierno, porque, de ese modo, pagaban a su clientela, podían distribuir prebendas y privilegios, y, en una palabra, acumulaban más poder.
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De ese fenómeno han resultado muchas de las trabas para la modernización de América Latina: el reglamentarismo asfixiante, esa cultura del trámite que distrae esfuerzos e inventivas que deberían volcarse en crear y producir, la inflación burocrática que ha convertido a nuestras instituciones en paquidermos ineficientes y a menudo corrompidos; esos vastos sectores públicos expropiados a la sociedad civil y preservados de la competencia, que drenan inmensos recursos a la sociedad, pues sobreviven gracias a cuantiosos subsidios y son el origen del crónico déficit fiscal y su correlato: la Inflación.

El liberalismo está contra todo eso, pero no está contra el Estado, y en eso se diferencia del anarquismo, que quisiera acabar con aquél. Por el contrario, los liberales que no sólo aspiran a que sobrevivan los estados sino a que ellos sean Io que precisamente no son en América Latina: fuertes, capaces de hacer cumplir las leyes y de prestar aquellos servicios, como administrar Justicia y preservar el orden público, que les son inherentes. Porque existe una verdad poco menos que axiomática —muy difícil de entender en países de tradición centralista y mercantilista: que mientras más grande es el Estado, es más débil, más corrupto y menos eficaz.

Es lo que pasa entre nosotros. El Estado se ha arrogado toda clase de tareas, muchas de las cuales estarían mejor en manos particulares, como crear riqueza o proveer seguridad social. Para ello ha tenido que establecer monopolios y controles que desalientan la iniciativa creadora del individuo y desplazan el eje de la vida económica del productor al funcionario, alguien que, dando autorizaciones y firmando decretos, enriquece, arruina o mantiene estancadas a las empresas. Este sistema enerva la creación de riqueza, pues lleva al empresario a concentrar sus esfuerzos en obtener prebendas de poder político, a corromperlo o aliarse con él, en vez de servir al consumidor. Pero además, el mercantilismo provoca una progresiva pérdida de legitimidad de ese Estado al que el grueso de la población percibe como una fuente continua de discriminación o Injusticia.Este es el motivo de la creciente informalización de la vida y de la economía que experimentan todos nuestros países. Si la legalidad se convierte en una maquinaria para beneficiar a unos y discriminar a otros. Si solo el poder económico o el político garantizan el acceso al mercado formal, es lógico que quienes no tienen ni uno ni otro trabajen al margen de las leyes y produzcan y comercien fuera de ese exclusivo club de privilegiados que es el orden legal. Las economías Informales parecieron durante mucho tiempo un problema No lo son, sino, más bien, una solución primitiva y salvaje, pero una solución, al verdadero problema; el mercantilismo, esa forma atrofiada del capitalismo, resultante del sobredimensionamiento estatal. Esas economías informales son la primera forma —y es significativo que sean una creación de los marginados y pobres— aparecida en nuestros países de una economía de libre competencia y de un capitalismo popular.

Este es el más arduo reto de la opción liberal en América Latina: adelgazar drásticamente al Estado, ya que ésta es la más rápida manera de tecnificarlo y de moralizarlo. No solo se trata de privatizar las empresas públicas devolviéndolas a la sociedad civil; de poner fin al reglamentarismo kafkiano y a los controles paralizantes y al régimen de subsidios y de concesiones monopólicas y, en una palabra, de crear economías de mercado de reglas claras y equitativas, en las que el éxito y el fracaso no dependen del burócrata, sino del consumidor. Se trata, sobre todo, de desestatizar unas mentalidades acostumbradas por la práctica de siglos —pues esta tradición se remonta hasta los Imperios prehispánicos colectivistas en los que el individuo era una sumisa función en el engranaje Inalterable de la sociedad— a esperar de algo o de alguien —el emperador, el rey, el caudillo o el gobierno— la solución de sus problemas, una solución que tuvo siempre la forma de la dádiva.

Sin esa desestatización de la cultura y la psicología, el liberalismo será letra muerta en nuestros países.

Debemos recobrar una independencia mental que hemos venido perdiendo a causa del parasitismo y de la pasividad que engendran las prácticas mercantilistas. Solo cuando a esta actitud la remplace el convencimiento de que la solución de los problemas básicos es, ante todo, responsabilidad propia, reto al esfuerzo y la creatividad de cada cual, la opción liberal habrá echado raíces hondas y comenzará a ser cierta la revolución de la libertad en América Latina.

domingo, 27 de diciembre de 2009

Sentir gitano

Sentir gitano,
Libertad a la mano
Pueblo roma,
Tu nobleza asoma
Vuestro ejemplo de vida,
Llevaré en mi partida
Trazando caminos
Erigiendo destino

Ya no es más mi casa
La que fue mi patria,
Ni tampoco mi gente,
El pueblo indiferente
Da inicio hoy una nueva vida,
Sin banderas, sin nacionalismos,
Sin ideologías, ni nada de ismos

Y haré familia entre gente nueva
Quienes quieran vivir una fiesta eterna
Sin importar culturas, razas, billeteras
Bienvenidos sean, hombres de la tierra

domingo, 6 de diciembre de 2009

Redescubriendo a "JOTABECHE"

José Joaquín Vallejo (1811-1858), "JOTABECHE", célebre escritor chileno, de orígen hispano-polaco, nacido en la ciudad nortina de Copiapó, es probablemente una de las plumas más notables del siglo XIX en nuestro país, precursor del movimiento "costumbrista", político y periodista aficionado de sólidas convicciones liberales (liberalismo tradicional) que le acarrearon más de algún problema con el poder en la ruidosa época en la que le tocó vivir, pero que por otro lado constituyeron una bandera de lucha que definió su particular estílo en el mundo de las letras.
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La figura del "JOTABECHE" político, coincidente con la del "pipiolo" reformista y opositor a las empantanadas prácticas del poder (ya visibles en el Chile del siglo XIX), sería extrapolable 50 años más adelante a la moral constituyente de los gobiernos radicales, aquellos que no por simple coincidencia nacieron en el seno de la pujante clase media copiapina, sustentada en buena parte por el empuje burgués de los consorcios mineros Matta y Gallo.
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Si hubiese nacido 100 años después, no cabe duda de que José Joaquín Vallejo habría oscilado entre los radicales (ya estancados, "desliberalizados" y fagocitados por el poder político desde la década del 30) y el liberalismo de nuevo orden encabezado por Arturo Alessandri Palma, el "León de Tarapacá". Y probablemente si hubiese nacido 150 años después: en el ciclo en curso, estaría prodigando JOTABECHE sus escritos contra los apernados de la Concertación, y la poco creíble oposición, así mismo miraría con recelo el supueto "progresismo" (autoproclamado) de Marco Enríquez Ominami.
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El liberalismo en "JOTABECHE" es una clara manifestación contra el poder, la perspectiva de un hombre de clase media, intelectual a pesar de sus estudios universitarios interrumpidos, pero a la luz de sus ideas; mucho más sensitivo a la "gallada" y sus propósitos ilustrados de hacer historia y desarticular la maraña de los ricos y poderosos atrincherados en el poder, cuyos máximos representantes fueron los famosos "pelucones" (unos corrompidos de primera), gobiernos para los que "JOTABECHE" se vió forzado a trabajar y portar su ingenio (era eso o morir de hambre), pero ante los que disparó todos sus dardos existenciales en la faena de la opinión pública.
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Sepulcro del escritor nortino
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De más está decir que la época de "JOTABECHE" dista mucho de la nuestra, pero la trascendencia de su liberalismo es un espejo en el cual aquellos que nos consideramos ante todo "liberales" podemos vernos reflejados. Es sabido por todos que la política en aquellos años no estaba abierta para el vulgo, y que sólo tenía acceso a ella una polarizada clase criolla, por un lado los "conservadores o pelucones" (perfíl común del latifundista de ascendencia vasca o centro-europea, que comunmente cursaba estudios superiores en ciudades como París, Mián o Londres) y por el otro, los "liberales: pipiolos" (perfil: pequeño propietario, de clase profesional, funcionario del Estado, progresista, de ascendencia extremeña, andaluza o natural de cualquiera de las comarcas más pobres de España), cuyo fin era mermar la acumulación de las elites y volcarla a un régimen civil de oportunidades .
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Sería por medio de los "pipiolos" y para desgracia de los "pelucones" y toda su descendencia en la política chilena, que el vulgo lograría participar de manera paultina en las decisiones del Estado, esto fascilitado con la propagación del radicalismo, del socialismo y del comunismo, instancias que si bien no fueron apoyadas en su momento por los liberales chilenos, corrieron por un pavimento ántes forjado por el sus ideas y lucha, a tal punto que no se comprenda la común e histórica "satanización" que alzan las izquierdas en contra de la ontología liberal.

Colección de escritos. Pichar la imágen para descargar

Los escritos de "JOTABECHE" son un magistral testimonio de hechos políticos y sociales ligados a una época interesante y convulsa, ya distante a dos siglos, pero que posee al fin y al cabo un común trasfondo con la vida en curso. Observador, inconformista y contestario, pero la vez parsimonioso y correcto, "JOTABECHE", fue una verdadera eminencia de la tradición literaria copiapina, aunque lamento que haya captado mi interés de una manera tardía, pobremente visto e inculcado en las aulas de clases (donde debiera recidir su mayor auge), a pesar de haber sido estudiante más de la mitad de mi vida en la misma ciudad que vió nacer al escritor.

A los interesados les dejo una Colección de textos (.pdf) del escritor, cartas y reflexiones de esta alma liberal, en la cual he podido verme reflejado tanto en el sentir geográfico-provinciano como ideológico. A la postre algunas ideas que considero interesantes en su perspectiva:

"El liberalismo, si es una virtud, es una virtud de nuestros días; es el coto que hace furor en este siglo, como lo hizo el de tomar la cruz en tiempo de las cruzadas".

"No es indispensable que el liberal sea pobre: hay liberales ricos. Pero el pobre ha de ser liberal indefectiblemente; y de aquí viene nuestro descrédito, de aqui resulta tambien que el partido no se acabará nunca, por desgracia. Se arruina un comerciante? se echa en nuestros brazos. Corren a un empleado de su puesto por sospechar que es un pícaro? se hace un liberal ipso facto. ¡Le quitan los galones a un militar por mala cabeza? le tendremos de liberal frenético. Hay un fraile corrompido? se declara capellan nuestro, en el momento. Si tiene usted algun hijo calavera, nosotros tendremos un predicador de los derechos del hombre, En suma, nuestro partido es el rendez vouz de todos los desgraciados, es una colección completa de todo tipo de averías humanas".

"Anda! ¡anda!, le dice el destino al judio errante. Escriban! escriban! les dice la causa liberal a sus campones. Con lo cual cada día son mas estupendas nuestras derrotas, a Dios gracias".

jueves, 12 de noviembre de 2009

Los "marxistas" mataron a Marx

No cabe duda que la historia del pensamiento filosófico occidental, ha sido manchada por muchas tergiversaciones y malos acomodos, puesto que el idealismo siempre choca con la discordante realidad y una vez que se comprueba la no compatibilidad de ambas esferas, han sido los llamados "gentiles" de la sociedad (basandose en la percepción platónica del ser humano), militares o revolucionarios, quienes en posición de armamento y hasta de cierto poder económico, impusieron sus utopías en experimentos sociales llevados a cabo "a sangre y fuego" en distintos países del globo.
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El siglo XX evidenció un verdadero mosaico de dictaduras a lo largo y ancho del tercer mundo, como también de totalitarismos en la Europa continental, que lejos de alcanzar justicia, paz y estabilidad u otros objetivos engrandecedores del espíritu o la nación, está más que claro que concibieron todo lo contrario.
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Carl Marx, el muy repudiado y amado personaje del cuadro, a pesar de lo controversial, no fué menos importante para la historia de la filosofía occidental que Kant, Spinoza, Saint Simon o Thomas Moore. Culto y de una lucidez avanzada para su tiempo (similar al caso de Max Weber), reflejó una certera filantropía hacia la clase obrera europea y (desde el punto de vista acotado de la época) mundial. Los planteamientos de Marx, reducidos en buena parte a su "materialismo histórico": el cómo la sociedad humana evolucionó de forma natural al capitalismo, en función de una jerarquía de los medios de producción que a la larga generó la abismal distancia entre los privilegios del capitalista y la dependencia del obrero, no es más que una constatación de la realidad a la que luego el autor judío-alemán agregó la especulación de que el capitalismo mostrará tarde o temprano sus falencias (en los países industrializados) y será radicalmente reemplazado por un sistema de producción socialista, donde la clase obrera, además del trabajo, tome posesión de los medios y establezca una especie de comunitarismo en estas sociedades avanzadas, otrora capitalistas.
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La quimera marxista como todo mundo sabe, no se hizo ningún eco en los países industrializados donde Marx sugirió que debieran ocurrir los cambios, sino en el tercer mundo agrícola y primario, donde las condiciones industriales no estaban para nada consolidadas. La revolución de octubre de 1917 en la Rusia Zarista fue el primer gen del marxismo, utópica ideología que satanizó la figura de Marx en el centralismo estatal. Con el paso del siglo, el marxismo soviético (marxismo-lenninimo) se expandió a las arenas más obvias de Europa oriental y Asia central, como así mismo hacia los países más impensados en África y America Latina, el más semptiterno de todos los casos: Cuba.
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Esos marxistas tercermundistas eran el pueblo en armas, que demostraron el alcance destructivo que puede llegar a tener la filosofía, una vez que un grupo de locos pretende sacarla del papel y llevarla a cabo en el mundo real, aunque de todas formas fué esta la lógica impositiva del siglo XX, similar a lo que ocurrió con otros planteamientos como por ejemplo, el de los nazis en la Alemania hitleriana, el más ruinoso fascismo en Italia e inclúso la muy conservadora y nacionalista "doctrina de seguridad nacional" de la España franquista, esquema trasladado luego a Sudamérica por los Gobiernos Militares de derecha en Brasil, Chile y Argentina durante los años sesenta y setenta.
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Volviendo al viejo y manoseado Marx, creo que para comprender la perspicacia de sus planteamientos y el altruismo de sus intereses, es necesario repensarlo, pero ajeno al desarrollo del siglo XX y a la interpretación revolucionaria de esos fundamentalistas autoreferidos como "marxistas" (la mayoría una manga de ignorantes y ágrafos). El marxismo no es Marx, es tan sólo una desdichada interpretación. Lennin por ejemplo, a pesar de sus cualidades de estratega y gran erudito, sacó a Marx y Engels de contexto, y más evidentes fueron aún los acomodos de Castro, Mao, Stalin o Salvador Allende, tipos que no pueden ser celebrados como intelectuales fieles a Marx, a lo mucho sólo como hombres de convicción y lucha, pero por lo demás, bastante errados en sus planteamientos, ya que si pretendieron alcanzar la añorada igualdad social, se contradijeron estrepitosamente en el método, haciendo caso omiso a la idea de progresión en Marx (pensada además para los países industrializados) y pasando a llevar un valor fundamental en el ser humano y del conjunto societal: la libertad.

Smith, Marx, Schumpeter y Keynes. En vida se hubieran entendido (probablemente) mucho mejor de lo que sus seguidores y retractores suponen.

Marx supuso que el capitalismo tocaría su fín siendo reemplazado por un comunitarismo productivo, desarrollado tras un procéso natural y por reinvindicación obrera en la posisión de los medios, aunque por desgracia mencionó también la palabra "dictadura del proletariado", que propugnaron con énfasis pero sin ningún éxito concreto (para el poppolo) los marxistas del siglo XX, que quisieron acelerar el proceso en el mundo entero y se vieron metidos en una utopía destinada al fracaso. Al decir verdad la idea de Marx no contradice los planteamientos de ciertos autores liberales progresistas, entre ellos el gran Joseph Schumpeter; dado que la evolución del capitalismo en un mundo occidental e industrializado guia justamente a un mayor equilibrio en la sociedad, donde tiende a mermar el gran capital, las distancias de clases se aunan y la prosperidad no está adscrita a la clase en la que se nace, sino al trabajo y esfuerzo individual.
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Diría Schumpeter, algo así como: "Será el capitalismo el que cimente finalmente las bases del socialismo, pero contrario a lo que sostiene Marx, no porque esté destinado al fracaso, sino porque su éxito logrará una marca mayor: que se logre una mejor distribución del capital y los ingresos, los trabajadores tengan acceso a acciones de sus propias empresas e inclúso se estará más cerca de los índices del pleno empleo. En una sociedad de este tipo, el individuo podrá desenvolverse de manera igualitaria y estará en posesión de mayores oportunidades". Demás está decir que en Europa occidental (que jamás tuvo gobiernos "marxistas"), la lógica schumpetariana ya ha sido consolidada o está muy cerca de lograrse, no así en el tercer mundo y en Europa Oriental, ahogados entre el caos de las utopías marxistas y un estatismo estéril.
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