sábado, 13 de diciembre de 2008

Jesús, el hijo del hombre - Khalil Gibrán

Alguna vez leí palabras de un objetivista argentino que me quedaron marcadas a fuego: "Dios y la libertad son la misma cosa". Para más de alguno puede parecer extraño que un defensor del liberalismo y capitalismo sin freno, e intérprete además de la filosofía de Ayn Rand, sea también creyente, más a mi no me parece extraño y lo relaciono con lo siguiente:
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A la figura de Dios, todopoderoso y omnipotente durante la historia entera de la humanidad se le ha atribuído una imágen humana y sin ir más lejos, la peor imágen del ser humano: paternalista, impositivo, dictador, cruel, castigador, el verdugo del hombre. A Dios se lo ha hecho el fundador del Estado, la legitimidad del rey y hasta del tirano se basó en esa legitimidad. Mata el hombre en nombre de Dios y del Estado... pero ese Dios es sólo la imágen amplificada del hombre, del hombre masa, del patriota enfermo, del hambriento de poder, del emperador, etcétera.
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Lamentablemente la mayor parte de los libros sagrados (Corán, Biblia, Torá, etcétera) son sólo una vaga interpretación de Dios, la interpretación del ser humano gobernado por la ley de los hombres más que por la de la leyes de la naturaleza y mucho menos la de Dios, ese ser místico, motor del universo y "espíritu del todo" según el anarquista Max Stirner. En este sentido el ser humano que siempre ha dado una apariencia humana a Dios, concibe también en el todos los vicios de su especie, más si Dios lo creó todo y gobierna sobre todo lo creado, sobre la luz y la oscuridad, no me cuadra la visión sesgada de Dios en muchas de las escrituras y más me cuadra en cambio la dualidad del todo mencionada por Herman Hesse en Demian, quien encarna al Dios único en Abraxas.
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Hoy sin embargo creo que Dios, el todo, es la esencia misma de la libertad y probablemente esté volviendo a reencantarme en mis cánones cristianos en la figura de Jesucristo, más no el Cristo del Estado, representado en cosas tan triviales y limitadas como el patriota que muere por su pueblo y mata en cambio a otros seres humanos en pos de los ideales de su nación o aquel Cristo que es corazón de una Iglesia que condena a diestra y siniesta la "inmoralidad", concepto que bajo su lupa del siglo XIV vaya que es amplia. Más bien hablo de ese Cristo cuyo mensaje es una invitación y comienza con algo tan simple como: "deja todo, ven y sigueme" y que buscó verdades espirituales en soledad, sin pretender imponer nada a nadie.
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Ese mismo Jesús marcó un abismo de diferencia entre lo que era el antiguo testamento con la figura de Dios-Estado y lo que sería el nuevo testamento con una nueva concepción de Dios, la que hace Jesús, la de la libertad. No tardaría el hombre y la Iglesia (institución destinada a gobernar la conciencia de los hombres) en vestir a Jesus de esa misma imágen del Dios-Estado, que el mismo Cristo había roto, para convertir el cristianismo en una religión tan impositiva y al alero del Estado como todas las demás.
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Khalil Gibrán recuperó la buena imágen, la del antiguo Cristo, el Cristo que describieron los apóstoles, un libre orador que pretendió mostrar a todos los seres humanos el camino de la libertad, pero sin transgederla o privar a nadie de la misma, como hicieron cientos y miles de seres humanos que pretendieron llevar a cabo dicha empresa. No en vano define Gibrán a Jesús como "Príncipe de los poetas", aquel del cual el mundo escuchó su voz en tranquilidad.
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Y el trazo que hace Gibrán de Cristo es de lo más inteligente. Fiel al contexto histórico y quitándole la naturaleza divina, en Jesús, el hijo del hombre, Gibrán imagina personajes bíblicos e históricos que pudieron haber existido en el siglo I en la realidad de Medio Oriente y en particular de las tierras de Judea. Gibrán imagina y da testimonios de una visión de Cristo en los ojos de María Magdalena, un boticario griego, detractores y apóstoles, un filósofo persa, un pastor y un mercader del Líbano (patria de Gibran), Juan Bautista, José de Arimatea, Caifás, Poncio Pilatos, etcétera.
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Es el Jesús de Gibrán, un canto a la libertad y Gibrán mismo uno de los escritores más liberales (no en sentido pragmático) de principios del siglo pasado. Imprescindible este libro para quien valore la figura de Cristo, no en términos estrictamente religiosos, sino como un mensaje de dignificación de lo humano, en especial ahora que se acerca la Navidad.
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