En un país que se considera asimismo de base mestiza y európide, el gobierno de la mayoría (república o democracia) se ha superpuesto históricamente al restante 5% de la población chilena, fracción orgullosa de pertenecer a la raza original.
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No es desconocido para nadie que Chile es un país prejuicioso, arribista y desorientado. Por todos lados se tributan los 200 años de la patria libre, pero por muchas de nuestras actitudes pareciera que más orgullo provoca ser hijos bastardos de España o desterrados descendientes de cualquier otra patria extrangera, en lugar de sentirnos parte del ambiente en el que nacimos, pensarnos hermanos o herederos de los pueblos autóctonos.
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Y al márgen de la política chilena continúan sobrellevando su existencia aimaras, atacameños, kollas, quechuas, diaguitas, yagánes, mapuches, changos, picunches y chonos. Parias en un país que se llena la boca hablando de democracia (la religión blanca), y que creía superados hace tiempo los baches del desacato a los derechos humanos. Subreviene aquí como en todo el continente un impostado orden discriminador, incapaz de desligar al individuo de la concepción socialmente forjada sobre su raza.
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Paradógica apreciación respecto de las demás naciones originarias es la que recibe el pueblo rapa nui. Los misterios de su cultura, la imágen elevada que se tiene de ellos en el extranjero y el hecho de vivir a más de tres mil kilómetros de las costas de nuestro país, genera en el ideario colectivo la épica del "buen salvaje" que los pueblos originarios más propios de Chile, jamás conocieron, salvo y para mal el pueblo mapuche.
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Lamentablemente el progreso, no es remedio alguno a los males del alma (la carencia de humanidad) y tal vez reconocer y recorrer a pie nuestro terreno, respirar la franqueza de los valles, cerros, ríos y quebradas, apreciar los poéticos atardeceres de San Pedro de Atacama o venerar la frescura de los ríos, cascadas y sauces sureños, sea la única manera de abrirnos camino en la trascendencia y estrechar lazos con el sentimiento original. Entender a los pueblos autóctonos y su vida simple, tal vez demasiado básica y sacrificada ante los ojos más vanguardistas de nuestro tiempo, pero tremendamente bella ante la mirada más introspectiva del ser.
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Ahí, al márgen de la política, al márgen del quehacer y reconocimiento de una nación frustrada por la falta de identidad y valoracion a su real esencia, resisten indigenas chilenos y sudamericanos que llevan a cabo una noble batalla, por la dignificación de la tradición y el rescate de la vida serena de sus antepasados, esa que probablemente tengamos que ir reconsiderando a medida que nuestros importados patrones culturales han entrado de forma invariable en la decadencia.
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